EL
MONTE
CARMELO ES UNA COLINA DESNUDA
y árida situada al noroeste de la
ciudad. Manejados los invisibles hilos por expertas
manos de niño, a menudo se ven
cometas de brillantes colores en el azul del cielo,
estremecidas por el viento, asomando por
encima de la cumbre igual que escudos que anunciara
n un sueño guerrero. En los grises
años de la postguerra, cuando el estómago vacío y e
l piojo verde exigían cada día algún
sueño que hiciera más soportable la realidad, el Mo
nte Carmelo fue predilecto y fabuloso
campo de aventuras de los desarrapados niños de los
barrios de Casa Baró, del Guinardó y
de La Salud. Subían a lo alto, donde silba el vient
o, a lanzar cometas de tosca fabricación
casera, hechas con pasta de harina, cañas, trapos y
papel de periódico: durante mucho
tiempo temblaron, coletearon furiosamente en el cie
lo de la ciudad, fotografías y noticias
del avance alemán en los frentes de Europa, reinaba
la muerte y la desolación, el
racionamiento semanal de los españoles, la miseria
y el hambre
[...]
Quién sabe si al ver llegar a los r
efugiados de los años cuarenta, jadeando
como náufragos, quemada la piel no sólo por el sol
despiadado de una guerra perdida, sino
también por toda una vida de fracasos, tuvieron al
fin conciencia del naufragio nacional, de
la isla inundada para siempre, del paraíso perdido
que este Monte Carmelo iba a ser en los
años inmediatos
[...]
Y son los
mismos pensamientos, la misma impaciencia de entonc
es la que invade hoy los gestos y las
miradas de los jóvenes del Carmelo al contemplar la
ciudad desde lo alto, y en
consecuencia los mismos sueños, no nacidos aquí, si
no que ya viajaron con ellos, o en la
entraña de sus padres emigrantes. Impaciencias y su
eños que todas las madrugadas se
deslizan de nuevo ladera abajo, rodando por encima
de las azoteas de la ciudad que se
despereza, hacia las luces y los edificios que emer
gen entre nieblas. Indolentes ojos negros
todavía no vencidos, con los párpados entornados, r
ecelosos, consideran con desconfianza
el inmenso lecho de brumas azulinas y las luces que
diariamente prometen, vistas desde
arriba, una acogida vagamente nupcial, una sensació
n realmente física de unión con la
esperanza. En las luminosas mañanas del verano, cua
ndo las pandillas de niños se
descuelgan en racimos por las laderas y levantan el
polvo con sus pies, el Monte Carmelo
es como una pantalla de luz.
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