—Tú que vas allá arriba,
Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye
nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de
los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las
piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del
arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de
la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar
llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera,
fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el
monte. Acuérdate, Ignacio.
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