En aquel imperio, el arte de la cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola provincia
ocupaba toda una ciudad, y el mapa del imperio, toda una provincia. Con el
tiempo, esos mapas desmesurados no satisfacieron y los colegios de cartógrafos levantaron un mapa del imperio, que tenía el tamaño del imperio y coincidía puntualmente con él. Menos adictas al estudio de la cartografía, las generaciones siguientes entendieron que ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del
Sol y de los inviernos. En
los desiertos del Oeste perduran despedazadas ruinas del mapa, habitadas
por animales y por mendigos; en todo el país no hay otra reliquia de las disciplinas geográficas.
Suárez Miranda: Viajes
de varones prudentes, libro cuarto, cap. xlv, Lérida, 1658.
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